24 febrero 2014
El collar
Yo no era más que
un mendigo que caminaba hacia la ciudad, la más bella del mundo, me
habían dicho. Aunque los demás me veían como un pobre hombre que
no tenía nada y que pedía limosna cada día para poder comer,
atesoraba todas aquellas cosas que había ido viendo y oyendo en mi
solitario peregrinaje que había ocupado casi toda mi vida. Pensaba
que eran piedras preciosas que iba engarzando en un imaginario collar
que tal vez un día pudiera regalar a alguien que fuera capaz de
entenderlo, o sólo de lucirlo, de forma que los demás se sintieran
tan atraídos por él que se sentaran a escuchar lo que aquella joya
quería decirles a través de la palabra de su portador.
Dejé a un lado mis
pensamientos porque mi estómago rugía con tal fuerza por la falta
de alimento que debía oírse a una buena distancia, metí la mano en
la raída bolsa que siempre me acompañaba y allí encontré un buen
mendrugo todavía comestible, un par de algarrobas y unos dátiles
¡todo un festín! -pensé- mientras me apartaba del camino en busca
de la pequeña sombra de un olivo viejo y retorcido. Hacía bien poco
había llenado la bota con agua fresca de una fuente amiga, todas lo
son pues nos regalan la vida, por tanto todo estaba dispuesto. Comí
lentamente, masticando despacio, apenas me quedaban dientes y así
además parecía alargarse el alimento y llenar más aquel enorme
agujero que sentía en mi interior.
De nuevo eché la
mano a la bolsa pero esta vez para acariciar con los dedos mi tesoro:
por cada frase acertada, gesto amable, franca risa o pensamiento
ideal, había ido guardando una minúscula piedra, éstas eran las
que formaban el preciado collar que en mis sueños aparecían como
esmeraldas, perlas, rubíes o topacios, engarzadas en oro fino y con
un brillo tan singular que llamaba primero a contemplarlo y luego a
acariciarlo sin mas.
Estaba en buen
lugar para echar un sueño que sirviera para descansar mis huesos
antes de llegar a la puerta de la ciudad que ya se veía a lo lejos,
pero que para alcanzarla aún tendría que caminar un buen rato. No
hay ninguna prisa, me enrosqué como pude para sentirme algo más
cómodo y antes de cerrar lo ojos vi como los rayos del sol se
filtraban entre las hojas plateadas del olivo.
Al despertarme me di
cuenta que había dormido mas de lo que quisiera, tendría que
caminar lo más deprisa que pudieran mis piernas o cerrarían la
puerta. Me puse en pie, los primeros pasos fueron difíciles, pero
enseguida pude coger un buen ritmo. Sí, llegaría a tiempo.
Era un día normal
de principios del invierno y muchos como yo acudían al abrigo de los
fuertes muros de piedra, allí nunca hacía demasiado frío y los
mercaderes entraban y salían sin cesar, llevando y trayendo, sobre
camellos o caballos, innumerables mercaderías de todas partes del
vasto mundo, que, según decían, era tan grande que una persona
caminando no sería capaz de abarcarlo aunque dedicara a ello toda su
vida.
Entré justo cuando
el sol desaparecía en el horizonte, la mejor hora para buscar un
buen sitio en la plaza y contar mis historias. Mi voz parecía tener
algo especial que hacía que los corazones de los que me escuchaban
se abrieran y dejaran a mis pies monedas y alimentos, que tal vez me
permitirían estar en la ciudad hasta la primavera. Antes soñaba con
quedarme para siempre en algún lugar, pero era como si los caminos
me llamaran y, al pasar algunas lunas, el desasosiego me consumía y
debía volver de nuevo a la única vida que había conocido: el
peregrinar de pueblo en pueblo contando mis historias y llenando el
zurrón, piedra a piedra, con aquel magnífico collar que ahora ya
empezaba a pesar y del que cada vez tenía más claro que debería
dejar, o regalar, o vender... pero ¿a quién, quién querría seguir
la vida que yo llevaba?
En cuanto me senté,
muchos hicieron lo mismo a mí alrededor, la mayoría chiquillos de
distintas edades, pero también algunas mujeres con sus hijos en
brazos y algunos hombres. Era la hora mágica de los cuentos, de las
historias acontecidas en lugares muy remotos, tan lejanos que parecía
imposible que se pudiera llegar a ellos. Acomodé mi voz con un par
de tosecillas y saludé abarcando a todos con la mirada y una
sonrisa, mientras trataba de adivinar qué tipo de historia les
llegaría más, les alegraría, sorprendería o sería, incluso,
capaz de arrancarles una lágrima de emoción. Luego dejé que mi voz
fluyera como el mar tranquilo y los fuera llevando como en una segura
embarcación entre calma y sol, pero también entre peligrosas
tormentas de rayos y nubes negras, para dejarlos al final sanos y
salvos en una orilla conocida, haciéndoles suspirar con alivio.
Relatos de mares
para quienes nunca los habían visto, oasis cercanos y tórridas
arenas de los desiertos con los mercaderes recorriéndolos,
anécdotas de los pilluelos de las ciudades como las que ellos veían
todos los días, amores imposibles, traiciones, celos, venganzas... y
así, como sin pensar, aquellas otras historias realmente sabias o
bellas, repletas de nobles ideales, compasión, luchas justas,
profunda alegría... entonces sí veía como las lágrimas asomaban a
los ojos y en sus pechos se removía algo sencillo y fuerte, eterno,
que les hacía sentir bien e ir luego a sus casas en silencio, como
si realmente hubiera sucedido un milagro, mientras se dejaban bañar
por la luz que derramaban las estrellas que aquella noche eran más
luminosas, más grandes, o se sentían mucho más cerca.
Y cuando ya todos se
fueron y recogí las monedas, llevando mucho cuidado en guardar cada
uno de los benditos alimentos que, bien administrados, darían para
varios días, una niña se acercó muy seria y mirándome con unos
enormes ojos oscuros, me dijo:
-Maestro, ¿qué
tengo que hacer para ser como tu, me enseñarás tu oficio?-
La miré despacio,
vi que su mirada era profunda y limpia y toda ella transmitía
inocencia, entonces sentí un pinchazo en el corazón y fue a mi a
quien afluyeron las lágrimas, porque presentí que había encontrado
a la destinataria del collar que había tardado tantos años en
engarzar, pero era muy pronto para tener la certeza y solo le dije:
- No sé si podré
enseñarte, pero seguro que todo lo que te diga sabrás comprenderlo.
Ahora debes irte o te echarán de menos en tu casa, mañana a la
puesta del sol estaré de nuevo en la plaza-
-Pues hasta mañana
entonces, Maestro-
En un momento la
niña desapareció y me dispuse a buscar algún cobijo entre los
fuertes muros para pasar la noche. Sentía una gran alegría y mi
último pensamiento antes de entregarme al sueño, fue cómo me
apañaría para enseñarle lo máximo posible, la niña parecía muy
despierta, pero aún era tan tierna ¿sabría realmente guardar y
transmitir todo aquello que me había costado tantos años ir
recogiendo?
Cada tarde a la
puesta del sol me sentaba en la plaza, cada vez había mas gente que
se acercaba, pero yo lo único que esperaba es que llegara la niña y
en cuanto se acomodaba, daba comienzo a mi historia, era como si al
verla me llenara de una gran paz y alegría y como si solo a ella
fuera dirigida mi voz.
Así pasaron dos o
tres semanas, hasta que una tarde los soldados irrumpieron y
dirigiéndose a la niña, el jefe de ellos le dijo:
-Vaya, así que era
cierto, aquí estabas oyendo las locuras de este pordiosero. Tu
padre, el Gran Visir, está muy enfadado y ahora mismo quiere veros a
los dos en palacio-
Aquello podía ser
muy grave -pensé- en todos los años de mi vida nunca había tenido
nada que ver con la autoridad, ni para bien ni para mal. Toda la
plaza se había quedado en silencio y sin más seguí a los soldados.
No se me había ocurrido pensar que aquella pequeña era alguien tan
importante, ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Entramos en un gran
salón, la niña con una gran sonrisa se sentó en las rodillas de
su padre y le dijo:
-Mira papá, éste
es el hombre del que te hablé, el de las maravillosas historias, no
irás a castigarlo por eso ¿verdad?-
El Gran Visir, muy
serio, dijo:
-Ya veré luego que
hago con él, en cuanto a ti te he dicho muchas veces que no debes
andar sola y mucho menos engañar a tu niñera para irte a la plaza
cada tarde
-Está bien, te
prometo que nunca más volveré a hacerlo, pero en cuanto lo oigas te
darás cuenta que merecía la pena, aunque me pongas un castigo
Entonces el Gran
Visir me dijo que le demostrara aquello que su hija decía y se
acomodó sobre varios cojines, para estar mucho más atento y
apreciar mejor el relato. Realmente sentía mucho miedo, si mi cuento
no le gustaba tal vez mandara cortarme la cabeza... pero luego pensé
que era un gran honor, nunca ningún personaje importante había
estado pendiente de mis palabras y rápidamente busqué en mi memoria
una historia que pudiera contentarle. La niña me miraba con una gran
sonrisa, como dándome ánimos y sin más, dejé, como tantas otras
veces, que mi voz fluyera, llevando al Gran Visir y a su hija hacia
lejanos países, donde un hombre noble, extremadamente parecido a él,
incluso físicamente, trataba de gobernar a su pueblo con gran
justicia, de manera que decían que, sin duda, era un enviado de
los dioses, porque nunca el país había estado mejor y había
prosperidad, alimento y paz para todos, y eso les hacía sentirse muy
felices.
Cuando terminé, el
Gran Visir, muy sonriente, aplaudió con fuerza y me dijo:
-Hay que reconocer
que cuentas las cosas con gran maestría, pero tendrás que
esforzarte algo más, estoy rodeado de aduladores y te reconozco como
a uno de ellos-
De nada había
valido mi estratagema, seguramente estaba en peor situación que al
principio, entonces me senté en el suelo, igual que hacía en la
plaza y, desde lo más profundo de mi corazón, empecé a contar el
relato más bello de todos los contados hasta aquel momento: la
historia del fantástico collar, que no era otra que mi propia
historia, andando por mil caminos, recogiendo aquí y allá alegrías
y penas, lágrimas y sonrisas, grandes amores, generosidad y
compasión, hazañas increíbles de personas anónimas... Llegó la
noche, la niña hacía rato que dormía en brazos de su padre, pero
el Gran Visir seguía allí, escuchando emocionado hasta que el sol
hizo resplandecer cada rincón del gran salón. Ya no tenía voz ni
fuerza, así que humildemente dije:
-Espero gran Señor
que os haya gustado porque mi relato acaba aquí. Ya soy viejo y
estoy muy cansado
-Lo comprendo,
llamaré a los criados para que te conduzcan a una habitación,
duerme y descansa tranquilo y cuando estés dispuesto tendremos una
larga conversación, ahora sí has hablado con la verdad y mereces
una recompensa-
Se abrieron las
puertas y los criados me acompañaron a la habitación más lujosa
que hubiera visto en mi vida. Me tendí en la cama, no tenía fuerzas
ni para pensar, así que al momento me quedé dormido.
Cuando me desperté
estaba anocheciendo, los criados habían dejado en una bandeja
verdaderos manjares, que si bien me tentaron, fue solo un momento.
Sólo tenía un
pensamiento: debía irme de allí, aunque el Gran Visir parecía
haber quedado complacido, yo no estaba muy seguro. Luego pensé en su
hijita, parecía ser la adecuada para transmitirle mis conocimientos,
pero seguramente ella encontraría otra persona mucho más sabia y de
su misma condición. No dejaría que mis pensamientos me retrasaran
y, sin más, salí deprisa y con mucho cuidado de que no me vieran
los criados. Apenas me faltaban unos pasos para alcanzar la libertad
cuando oí una voz a mis espaldas:
-¿Adonde quieres
ir, es así como pagas la hospitalidad del Gran Visir?-
No respondí,
mansamente me dejé guiar a palacio, esperaba lo peor, total nadie me
echaría de menos y casi con alivio pensé que mi caminar de pueblo
en pueblo había terminado.
Pero la vida a veces
juega con nosotros dándonos sorpresas increíbles....
Allí estaba el Gran
Visir, sentado en su trono, que con voz atronadora me dijo:
-Mi hija me ha dicho
que, pese a la hospitalidad que te mostré y sin oír siquiera lo que
quería ofrecerte, robaste una preciada joya que perteneció a su
madre, mi amada esposa. Te ordeno que me la devuelvas-
Yo no esperaba
aquello, abrí mi pobre zurrón y saqué todas las piedras.
-¿Qué significa
esto, quieres burlarte de mi?-
Sentí que mi
muerte estaba próxima y no sabía qué hacer o decir, pero en ese
momento la hija del Visir entró y dijo:
-Perdona mi pequeña
mentira padre, yo no quería que el mendigo se fuera, además
prometió regalarme ese espléndido collar y enseñarme muchas cosas
--Pero hijita qué
dices, ahí no hay ningún collar sino unas míseras piedras del
camino
-Claro que si,
fíjate bien, esa es un rubí, ésta una esmeralda, aquella una perla
perfecta....
El Visir mandó que
me encerraran en una habitación con vigilancia noche y día y mandó
llamar a médicos, curanderos y magos que le dijeran qué estaba
pasando con su pequeña ¿había perdido la razón, la había
embrujado yo?.
Pasaron varias
semanas, comía todo lo que me apetecía, dormía en aquella mullida
cama y desde la ventana podía ver el ir y venir de la gente. Cada
tarde sentía como un cosquilleo que me recordaba mi cita en la plaza
con mis historias, pero nada podía hacer. No había vuelto a ver a
la hija del Visir, pero me había enterado que se llamaba Alzira y en
mi corazón pedía porque no le hicieran daño ni estropearan su
inocencia, era un ser realmente puro.
Según iban pasando
los días me iba acostumbrando a vivir en el palacio, hasta que llegó
un momento en que no quise huir y como si alguien hubiera leído mis
pensamientos, los centinelas que me custodiaban desaparecieron y la
puerta fue abierta, de forma que podía ir libremente por todo el
palacio.
El Gran Visir me
mandó llamar y una vez en su presencia me dijo:
-Sabrás que mi hija
pregunta por ti cada día y que todos los sabios que la han visto
están de acuerdo en que su salud es perfecta. Por tanto te ofrezco
el quedarte como su maestro, ya que ella dice que eso es lo que más
le gustaría, ¿aceptas?-
Realmente estaba
perplejo, era una oportunidad increíble, magnífica. En mi larga
vida había aprendido a estudiar el rostro de las personas y saber
con certeza si lo que decían era realmente lo que sentían o se
trataba de una burla o tenían otras intenciones ocultas. Miré a
aquel hombre y sentí que lo que me proponía era porque realmente
quería mucho a su hijita y, a pesar de todo, confiaba en mí.
Después bajé los
ojos y decidí arriesgarme:
-Gran Señor -dije-
es un gran honor enseñar todo lo que sé a la pequeña Alzira, solo
me gustaría pediros algo más-
EL Visir me
interrumpió:
-Aunque no hemos
hablado del precio, te aseguro que no tendrás que preocuparte por el
dinero
-No, Señor, no es
eso, porque sé que sois justo y generoso es por lo que me atrevo a
pediros que, al menos una vez al mes, me dejéis ir a la plaza a
contar mis historias a todo el que quiera oírme
-Está bien, pero
había pensado que también mis nobles deberían escucharte de vez en
cuando ¿que te parece?
-No sé si estaré
a la altura de tan altos personajes, pero lo intentaré-
Enseguida empezamos
con las clases, que tanto Alzira como yo disfrutábamos mucho, con
cada una le iba entregando una piedrita y así el collar se fue
deshaciendo de la misma manera que había sido formado.
Algunas veladas
hablaba ante toda la corte y las visitas a la plaza se hicieron cada
vez más frecuentes hasta ir, como yo quería, una vez por semana. La
gente se había enterado de que gozaba del favor del Visir y vivía
en palacio, pensaban que eso debía ser porque era un hombre muy
sabio y cada vez había más gente escuchándome.
Llegó el momento en
que ya no había mas piedras en mi bolsa y en mi interior supe que
tenía que decidir. Mi misión en palacio parecía haber terminado,
¿me quedaría allí de todas formas o caminaría otra vez todos los
caminos del mundo?
Mi primera intención
fue irme, pero me sentía demasiado viejo para empezar de nuevo. Y,
como si hubiera leído mis pensamientos, el Gran Visir me mandó
llamar y me dijo:
-Estoy muy
satisfecho con tus servicios, así que en la próxima luna habrá una
gran recepción en la que te nombraré mi consejero y es un cargo
vitalicio. Por supuesto tu sueldo será mayor, deberás seguir
enseñando a mi hija y podrás seguir yendo a la plaza si eso te
satisface. Que me dices ¿aceptas?
-Si, Gran Señor,
acepto-
A solas en mi cuarto
pensé que la Vida había decidido por mi, como tantas otras veces y
di gracias desde lo más profundo de mi ser.
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