27 enero 2014

Amanecer en Juriquilla

Me había despertado muy pronto, todavía era de noche y estaba más que harta de dar vueltas. Me levanté, miré el reloj: las 6,30 am. Ni siquiera la frase de: “un ratito más”.

Bueno, podía ver amanecer. No despertarme por la claridad, sino seguir todo el proceso punto por punto.
Recordé eso que decían por la radio: Hoy amanecerá a las 6,59, se prevén cielos despejados con cirros hacia el oeste, visibilidad buena, vientos flojos del norte, rolando a noroeste, temperatura prevista: mínima de 8º, máxima de 16º.

Me puse unos calcetines, una chaqueta gruesa y me enrollé una manta más arriba de la cintura. Las seis cincuenta. Puse dos mandarinas en un plato y me senté sobre la cama mirando hacia el este.

De momento todo estaba muy oscuro, bueno no todo: ya había luz en algunas habitaciones de la urbanización y los coches, pocos, salían rodeados de una enorme burbuja rosa que yo les iba poniendo, para desearles buen día. A la derecha las luces eran grandes y blancas, en el centro había muchas más pequeñas y anaranjadas y más al fondo temblaban mucho como anunciando el frío de la mañana.

Justo debajo de dos grandes árboles pasaba una carretera de la que solo se veía el rastro luminoso de los escasos vehículos que pasaban.

Las 7 y cuatro minutos ¡Que poco puntuales. A ver ¿quién es el responsable? Un poco de seriedad!

Como si me oyeran. De pronto algo de claridad justo al este. Muy despacio, no hay ninguna prisa. Luego un poco más y más. Las luces se habían ido apagando y ya los contornos se veían cada vez mejor. Yo estaba esperando el momento en que las nubes se volvían rosadas, tal vez ahí es cuando de verdad podía decirse que había amanecido.

Y si, primero una pequeña, alargada, luego otra, bastante más grande, enfrente de mi ventana. Y entonces lo vi: el Caminante del Cielo, cubierto con una capa con capucha color verde, brillante y apoyado en su bastón de oro, andaba despacio. Me quedé pasmada y más cuando él volvió la cabeza y me miró sonriente. A pesar de su longeva edad, saltó ágilmente a la siguiente nube y a la otra, en dirección al oeste.

Miré el reloj: todo había sucedido en veinte minutos. No, el sol aún no había salido, seguro que él si estaba diciendo: “Un poquito más”.

Ya todo estaba en movimiento: la vecina había puesto la batidora, seguro que preparando el desayuno de los niños antes de ir al colegio y…. sería en directo o un cd? Se oía perfectamente una marcha militar “Venga, todos arriba que ya amaneció ¿no lo están viendo? Vamos, hay muchísimas cosas que hacer ¡Arriba!


Ahora sí ya era tiempo de desayunar. Buenos días a todos

13 enero 2014

Cartas no enviadas (II) - Carta de amor de mi madre.

Querido mío:

Hoy se cumple nuestro cincuenta aniversario, nuestras bodas de oro.

Sé que te acuerdas de todo, yo soy más despistada y sabes, porque te lo he dicho muchas veces, que te amo con todo mi corazón, eres y has sido mi único amor.

Nuestros comienzos fueron difíciles: unos meses después de cumplir tus diecisiete años te mandaron a la guerra junto con mi hermano. Por él supimos que te habían hecho prisionero, pero la confirmación de que estabas vivo no llegó hasta seis meses después en un telegrama que me enviaste por medio de La Cruz Roja. Lloré mucho, pero esta vez de alegría porque, a pesar de todo, de tan terribles circunstancias, estabas bien, Lo leí una y otra vez y lo llevé conmigo, cerca de mi corazón, hasta que aquel papel azul se deshizo.

Cuando por fin regresaste te mandaron a cumplir el servicio militar y después estuviste un año en Zaragoza y cinco años en Vigo. Total doce años de noviazgo, cada uno en un lugar muy alejado, solo teníamos las cartas. Me escribías casi todos los días y en el sobre incluías sellos para que no tuviera que gastar en contestarte, pero yo iba a la tienda y los cambiaba por algún capricho: un plátano, unas pasas, un huevo. Por un lado te lo agradecía porque, como decía mi madre, yo era muy delicada y apenas comía, pero también me sentía culpable por no contestarte con la frecuencia que tu querías. Después de llevar muchos años casada aún soñaba que llegaba el cartero y salía corriendo para leer tu carta y para buscar ansiosamente los sellos.

Mi familia, mis amigas, todos me decían que esperaba en vano, que me iba a quedar para vestir santos, que les hiciera caso a otros chicos que me rondaban. Pero, ya ves, fuimos fuertes, le ganamos a la distancia y el 16 de mayo de 1949 nos casamos.

Era una soleada mañana de domingo y fue una boda doble: mi hermana Isabelita y Jaime, tu y yo. Nos cogimos del brazo y fuimos los cuatro caminando hasta la iglesia, seguidos de los parientes y todos los chiquillos del barrio. Ese día hacía mas de tres años que no nos veíamos. Luego empezó nuestra verdadera vida y cuando alguien me pregunta yo digo que siempre he sido muy feliz.

En estos cincuenta años han pasado muchas cosas: tristezas, alegrías, alguna enfermedad y mucha soledad porque mis padres y hermanos estaban a mil kms., de distancia. Mi vida siempre ha sido una espera, te he esperado tanto, en tantas circunstancias distintas, que llegué a creer que para todas las mujeres era igual.

Nuestra hija me llenó mucho, a ti y a ella dediqué toda mi vida y no me arrepiento. Luego ella se casó y vinieron nuestros nietos, dos niños preciosos, alegres, listos, cariñosos, a los que ayudé a criar con todo el orgullo del mundo.

Todo esto que te estoy contando lo sabes de sobra pero a mi me gusta recordarlo.

A veces me dices con una sonrisa: “Quita, quita” porque siempre me han gustado los abrazos, los mimos, los besos. Solo se lo dije a nuestra hija una vez, con mucho misterio: “Mira nena, lo único que sé es que cuando tu padre me coge la mano yo siento electricidad”

Después de tanto tiempo me he dado cuenta que para mí no solo has sido mi esposo, también mi amante, mi amigo, mi compañero, mi hermano, mi padre, mi enfermero, mi profesor.... todo, absolutamente todo. Pienso que he tenido mucha suerte y que este amor deberían sentirlo todas las personas porque para mi eso es la Vida. Rezo muchas veces y le doy gracias a Dios por haber estado juntos y que podamos seguir así lo que nos quede.

Con todo mi amor

Tu Lita.

06 enero 2014

Mi calle.

Era una habitación horrible, con una cama de hierro, una mesilla de noche de madera con la tapa de mármol y una ventana que se abría sobre el rellano de la escalera: cuatro peldaños, un descansillo y otro tramo de dieciocho escalones. ¡Cuantas veces me caí!. Iba rodando, rodando, sin saber cuando pararía ni cuanto daño me haría esa vez. Claro que también podía deslizarme por el pasamanos. A mis amigas no podía decirles que me daba miedo tirarme, uno de sus juegos favoritos era precisamente subir una y otra vez probando quien llegaba antes abajo

En el hueco de la escalera había una leñera que utilizaba la Sra. Amparo, inquilina del bajo, que casi siempre salía muy enfadada y nos amenazaba con encerrarnos allí si no nos íbamos inmediatamente a jugar a otro lado. Era viuda, vestía toda de negro, peinaba su cabello, también negro, en un moño en la nuca y le teníamos verdadero miedo, no porque siempre nos riñera, sino porque tenía un ojo de cristal que, además, era de distinto color que su ojo auténtico. Resultaba terrible ver aquel ojo, decían que por las noches se lo quitaba y lo dejaba en un vaso con agua encima de la mesilla de noche.

Lo único bonito que tenía la habitación de la escalera, era un armario de dos puertas con un gran espejo, donde podía uno verse entero y donde mi madre se miraba y remiraba antes de salir.

La calle era nuestro casi único lugar de juegos. Habría unas veinte casas de bajo y dos pisos como máximo y, mas o menos, se conocía todo el mundo. La entrada lateral del mercado hacía esquina con la carretera que, por un extremo iba hasta otro barrio muy grande y por otro al centro de la ciudad.

El pavimento se dividía claramente en dos tramos: el primero de adoquines grandes, irregulares y bastante desgastados, el otro trozo parecía mas moderno pues los adoquines estaban mas juntos entre si, eran mas pequeños y casi idénticos todos.

No recuerdo en toda mi infancia ir caminando, siempre corría y mi cruz eran las tapas de las alcantarillas, sobresalían dos o tres centímetros. Sabía que estaban allí, pero me resultaba imposible frenar a tiempo, mis ensangrentadas rodillas, aún mas rojas por efecto del Cromer, permanecieron igual durante años.

En las aceras jugábamos a la mariquitilla, a la pelota o a las tabas y en mitad de la calle saltábamos a la comba en infinidad de variedades. A veces sacábamos las muñecas, y hacíamos “comidas” con las hojas y las flores que sobresalían de los muros de las dos fincas que había. Los portales semi-abiertos nos servían para escondernos. Al escondite y algunos juegos de pelota jugábamos niños y niñas juntos.

Justo al lado de mi casa estaba la mercería de Encarnita: hilos, agujas, dedales… pero tambien muñecas de cartón y cajas llenas de cacharritos de cocina. Antes de Navidad podíamos pasarnos horas con la cara pegada al pequeño escaparate, pensando todo lo que íbamos a pedir a los Reyes Magos y pedirlo el primero era como asegurar su propiedad. “Me lo pido –decíamos- “No que yo lo vi ayer y lo pedí antes.”

Entre la tierra, yo encontraba algunos tesoros: Una moneda, un dedal, alfileres con la cabeza de color…

Había dos bares, dos tiendas de ultramarinos, la droguería, el hojalatero, un zapatero remendón, una sastrería. En un portal alguien cambiaba tebeos, revistas y cuentos de hadas y, en otro, Rosita vendía el cupón, mientras sus dedos se deslizaban sobre las páginas de un libro en Braille. A veces nos poníamos a su lado muy calladas, pero enseguida se daba cuenta, nos conocía a todas y nunca se equivocaba.

En la calle de atrás, paralela a la mía, estaba la lechería y un almacén de chatarra, éste era nuestra principal fuente de ingresos hasta que nos descubrieron. Tenía dos puertas, así que por un lado cogíamos unos cuantos recortes y por la otra los vendíamos. Al encargado se ve que le hacía gracia y muy serio pesaba los trozos y nos daba unas monedas que, muy felices, corríamos a cambiar por pasas o aceitunas a la tienda de Manola. Casi nunca nos alcanzaba para una de aquellas bolas grandes con cubierta de caramelo de vistosos colores que, después de un tiempo en la boca, se convertía en otra bola mas pequeña de chicle.

De vez en cuando se oía:” Afilador y paragüero”. El particular sonido de su silbato lo anunciaba. Los chiquillos corríamos y él nos mandaba por si nuestras madres nos daban cuchillos o tijeras que afilar, o algún paraguas al que cambiar las varillas. Nos encantaba ver como le daba a la rueda y el montón de chispas que despedía como una cascada hasta el suelo. Hacía varias paradas en la calle, sobre todo en el bar, lo que a nosotros, sus fieles seguidores nos molestaba, no entendíamos porque allí tardaba tanto. Cuando entraba en el mercado dejábamos de seguirlo, había siempre mucha gente y a las vendedoras no les gustaba que estuviéramos por allí.

Mi madre, de vez en cuando, se asomaba a la ventana: “Ves a la tienda y traeme sal, dile a la Sra. Manola que te lo apunte, que ahora no tengo cambio.”

En el bar comprábamos gaseosa o sifón, había que llevar las botellas, sino te las cobraban. Los dueños eran los padres de mi amiga Berta, traían el vino de su pueblo y debía ser bueno porque siempre estaba lleno. En la temporada, vendían sidra, a mí me dejaban probarla, el sabor era bueno, pero tenía algo que hacía cosquillas en la nariz. Muy de tarde en tarde, sobre todo en el invierno, mi madre me daba de merienda pan mojado con vino tinto y azúcar por encima.

Todos los días esperaba a que mi padre apareciese a la hora de comer, en cuanto lo veía doblar la esquina, salía corriendo y luego, de su mano, hacía el trayecto hasta casa

Mi madre cocinaba bien, pero a todo le ponía arroz, yo lo odiaba, sobre todo uno que hacía con pescado, invariablemente terminaba castigada a comer en el cuarto de baño o sentada en la escalera.

Nosotros vivíamos en el primero y en el segundo un matrimonio con tres hijos. Creo que nunca podré olvidar el olor a sopa de cebolla o a un caldo hecho con unto, habichuelas y verdura. El olor inundaba toda la escalera. En mis horas pasadas allí con el plato, me consolaba la luz que entraba por la claraboya del tejado, pero lo mas duro del castigo no era tener que comer mi comida, sino aguantar el olor de las otras y las risitas de los vecinos al subir o bajar.

La cocina de hierro era mi consuelo los días de frío, a veces ponía mis cacharritos con agua y unas lentejas o garbanzos, cualquier cosa que se pareciese a algo de verdad-.

Ahora dicen que ha cambiado un poco el tiempo, pero antes llovía mucho y encima de la cocina se extendían unos cordeles para, por lo menos, secar la ropa mas pequeña.

Normalmente se tendía fuera en los tendales de las ventanas de la habitación de mis padres. Si se caía alguna prenda, a mi me tocaba bajar, la Sra. Amparo abría la puerta y cuando yo, balbuceando, la pedía la ropa, decía:” Pasa al patio y recógela tu misma”. Era un sitio pequeño con suelo de cemento y dos o tres escalones que descendían a una leñara mas grande que la del hueco de la escalera, yo temblaba al pensar que aquello seguramente estaría lleno de ratones que podían salir en cualquier momento y morderme, aunque en realidad, no debía haber muchos, pues por allí andaba un gato negro que parecía bien alimentado. Un día de aquellos me fijé bien en el minino y, como su dueña, tenía un ojo de cada color. Solo fue un segundo, pero después de aquella mirada, subí corriendo a casa y le dije a mi madre que tuviera cuidado de que no se le cayese nada, porque yo no pensaba bajar nunca mas a aquel siniestro lugar-

A los seis años empecé a ir al colegio, Marifé y yo íbamos a las monjas, con uniforme todo negro, con cuello duro de quita y pon, zapatos y calcetines negros, sombrero y abrigo negros, menos mal que el mandilón de clase era blanco. Mis otras amigas iban a otro colegio, pero seguíamos jugando por las tardes.

A mi me gustaba el colegio, llegaba siempre temprano, subía la rampa y luego esperaba un ratito, hasta que era la hora y abrían la puerta. En esas esperas, las mayores, con toda la mala intención, contaban historias sobre el Sacauntos: un hombre mal encarado, jorobado, cojo, que llevaba un enorme saco a las espaldas y atacaba a las niñas para, con un enorme cuchillo, sacarles la manteca del vientre, que era lo que metía en el saco 

¿Y las niñas se mueren después? –preguntaban algunas- 

-Bueno, unas se desangran, pero a otras las salvan a tiempo, pero lo mejor, por si acaso, es echar a correr. 

Siempre he tenido mucha imaginación, así que la historia no me hizo ningún bien, casi todos los días se podía ver algún hombre transportando cosas en sacos sobre sus espaldas ¡cualquiera podía ser el Sacauntos!.

La cosa empeoró cuando empezaron a contar cosas sobre el diablo, primero discutían entre ellas sobre si existía, luego contaban casos horribles de gente que había visto al demonio con sus propios ojos: cuernos, rabo, patas de cabra, etc. Además tenía el don de aparecer y desaparecer a voluntad, era malísimo, capaz de cualquier atrocidad y podía estar en cualquier sitio.

Normalmente hacía los deberes en la sala, mientras mi madre calcetaba o cosía. Durante dos o tres semanas me sentí incapaz de ir al cuarto de baño, al otro lado del pasillo. Buscaba mil excusas para que mi madre me acompañara y, cuando no lo conseguía, encendía todas las luces. Se me cortaba la respiración y podía sentir mi corazón latiendo a toda velocidad, por fin, alcanzaba el picaporte de la puerta del baño y estiraba la mano hasta el interruptor, eran unos segundos angustiosos, seguro que estaba allí, en cualquier rincón y pondría su horrible pezuña sobre mi mano, antes de que la luz se encendiera… pero no pasaba nada, allí no había nadie, algo mas tranquila volvía a refugiarme en la sala.

Compartía esas historias con mis amigas, pero cuando brilla el sol y puedes correr libremente con los brazos abiertos, ya no se siente miedo.

Los días de lluvia me asomaba a la ventana, enfrente, a la izquierda, había una calle transversal, en la esquina había una tienda y en la casa siguiente, en el primero, la sastrería. Allí siempre había mucho movimiento, las chicas salían, vaciaban las planchas de hierro en unas cajas que tenían en el balcón y las llenaban de nuevo con brasas, era un sonido muy fuerte, pero amortiguado por sus voces y risas.

En el segundo de esa casa vivía Chicho, mi novio, aunque un día que fuimos juntos a comprar pasas, la Sra. Manola preguntó: 

-¿Asi que éste es tu novio?

y yo contesté muy seria: 

-No es mi novio, porque a mi no me gustan los niños que dicen tacos.

El se sintió muy mal y se puso a llorar y, allí mismo, prometió que nunca más díría ninguna palabrota.

Enfrente vivía Carmencita, era mayor que yo, pero nuestras madres eran amigas y salíamos a pasear al centro. Tenía una buhardilla y su padre, con una cuerda muy gruesa y un cojín viejo, le había hecho un columpio. En el primero de su casa había una relojería, Rogelio era de nuestra edad y alguna vez nos dejaron pasar al taller. Me encantaba ver la cantidad de pequeñas piezas dentadas doradas y plateadas y como, con una lupa en un ojo y unas pinzas, iban montando los relojes, su tic-tac les daba un aire de seres vivos con un latido perfecto.

Los jueves por la tarde no teníamos colegio. Mi madre y yo nos arreglábamos y en la carretera cogíamos el tranvía. En casi todos los comercios regalaban globos. A mi me gustaba una tienda de tejidos, que en el vestíbulo, tenía una gran fuente con luces color rosa y peces rojos en el agua. Otro sitio que me encantaba era un bazar donde había montones de cosas, allí me compraron una jaulita con un grillo y mi primer muñeco bebé de goma. Empezaban entonces a verse los primeros artículos de plástico. Me gustaba la jaulita y el cri-cri, pero el grillo me daba un poco de asco, se parecía bastante a una cucaracha, menos mal que se escapó enseguida.

En Diciembre a mi madre le dejaban unos caballetes en la panadería, encima montaba dos contraventanas de madera, las cubría con papel de envolver y luego, con mucha paciencia, iba montando el belén. Mi padre había hecho con cartón el castillo de Herodes y un fondo que pegaba a la pared con montañas, un cielo muy azul y muchas estrellas. El hojalatero nos hizo varios canalitos para poner agua de verdad. Cada año comprábamos alguna figurita nueva: la lavandera, el pescador, algún pastor… pero a mi lo que mas me gustaban eran las granjas con animalitos. Los niños nos encargábamos de buscar musgo por todo el barrio y luego íbamos de casa en casa para ver a quien le había quedado mejor el nacimiento.

La noche de Reyes poníamos una mesa muy arreglada, para que, cuando sus majestades llegaran, pudieran reponer fuerzas. Pasábamos horas comentando lo que habíamos pedido y discutiendo por donde entraban los Reyes a dejar los regalos. Nos habían dicho muchas veces que si no dormíamos o abríamos los ojos, nos quedaríamos sin nada.

Aquella noche me despertaron ruidos y voces: 

-¿Está dormida? 

-Si, date prisa que tenemos aún mucho trabajo 

-Deja eso bien puesto 

-Hala, vamos. 

-No tanta prisa, vamos a probar unos dulces y una copita de anís

Yo apretaba los ojos con todas mis fuerzas, pero los estaba oyendo ¿eso también daría lugar a que me dejasen sin nada? 

-No hagáis ruido y cuidado al bajar, la escalera no parecía muy firme.

Ya no se oía nada, pero yo seguí mucho rato sin moverme hasta que me dormí de nuevo.

A la mañana siguiente parecía que todas nos habíamos puesto de acuerdo y sacamos a pasear a nuestros bebés en sus sillitas nuevas, engalanados con faldones con puntillas y sobre cojines blanquísimos.

Esta vez, guardé bien mi secreto y no le dije a nadie que había oído hablar a los Reyes Magos y que sabía que habían entrado a mi casa subiendo por una escalera, apoyada a la ventana de la sala, que cerraron al salir, para que no entrara frío.

Una noche vimos dos parejas, la hija de la Sra. Amparo y Encarnita, la de la mercería, que venían con sus novios y decidimos espiarlas- Entramos en mi portal, subimos la escalera y allí nos quedamos muy calladitas. Encarnita se fue a su casa y, al momento, entró la hija de la Sra. Amparo seguida del chico, hablaban en voz baja, se miraban a los ojos, luego él empezó a besarla, primero en la mejilla y luego en los labios, pero ella se separó enseguida, abrió la puerta de su casa y se metió dentro, el muchacho, después de un gran suspiro, se fue. 

-Ahora tendrán un niño, seguro, ¿No visteis que se besaron? 

-Pues como se entere su madre… parece una bruja

Y un gran escalofrío recorrió mi espalda.

Pocos días después, mi madre me mandó, como otras veces, a recoger una prenda de ropa que se había caído al patio. Me abrió la hija y me dijo que pasara, que ella estaba ocupada, cogí las cosas y cuando me di la vuelta para marcharme, allí estaba, sentada en el borde del pilón, acariciando a su gato y con una sonrisa extraña. Eché a correr escaleras arriba, mi madre, al verme tan agitada, preguntó: 

-Pero, ¿Qué pasa? 

-Seguro, seguro que es una bruja 

-No digas disparates, le habrás dado las buenas noches y las gracias 

-Me miraban los dos de una forma muy rara, por favor, no me hagas volver más allá abajo.

Llegó el otoño y de nuevo el colegio. Ahora veía ya muy poco a mis amigas, pero teníamos un campo mayor de acción, ya nos dejaban ir hasta la carretera, pero sin cruzar, claro. Seguíamos disfrutando del sol y algunos de nuestros juegos habían cambiado: yo tenía una bicicleta con ruedines, pero el andar sobre los adoquines resultaba muy difícil, una de mis amigas tenía unos patines y otra un patinete. Los chicos jugaban con trompos o al fútbol y no querían saber nada de nosotras.

A mí me seguía aterrorizando pensar en la Sra. Amparo y les dije a mis amigas que estaba segura de que era una bruja, y que, si pudiéramos verla una noche de luna llena, seguro que volaba en una escoba. Marifé vivía en el primero y desde su casa se veía perfectamente el patio, así que la convencimos y una tarde subimos y nos pusimos a mirar desde su ventana, ella se cansó enseguida y se fue a jugar con su hermana pequeña, pero las demás nos quedamos.

Ya se había hecho de noche 

-Ahí está, no hagáis ruido, a ver que hace

La Sra. Amparo cogió la escoba y empezó a barrer, de pronto vimos correr un ratón, ella lo empujó con la escoba mientras el gato se lanzaba a devorarlo, así lo menos cinco o seis veces. El gato estaba tan lleno, que ya no se los comía, solo les daba un zarpazo y los lanzaba por el aire, su dueña reía siniestramente: “Muy bien, gatito, muy bien.” Después de un rato, dejó la escoba a un lado y abrió la puerta de la leñera ¡Entonces si que salieron ratones, docenas!. Ella saltaba y gritaba, cogió de nuevo la escoba, pero eran demasiados, daba vueltas y vueltas sobre si misma, seguida de los saltos de su gato que, al ver que eran muchos, se subió al palo de la escoba y comenzó a maullar lastimeramente. Lo que al principio parecía un extraño baile, se convirtió en un remolino y vimos como la Sra. Amparo, agarrada a la escoba, comenzó a ascender. Se elevaba al mismo tiempo que giraba y giraba, mientras el gato, con el lomo erizado, hacía equilibrios para no caerse. Durante un tiempo que nos pareció eterno, la oímos reír como si se hubiera vuelto loca, su perfil, iluminado por la luna, parecía terrorífico y cómico al mismo tiempo, hasta que comenzó a bajar, para luego caer sentada estrepitosamente, sobre algunos de los ratones que aún había en el patio.

Después de aquel día ya nada fue igual, es como si algo hubiera cambiado profundamente y para siempre. Nos hicimos mas serias y ni siquiera contamos todo aquello, era nuestro secreto.

Pocos meses después, nos cambiamos de casa, era un sitio mas céntrico, con calles asfaltadas, el sol era el mismo, pero allí, a nadie se le hubiera ocurrido jugar escondiéndose en los portales, ya no había que subir escaleras, había ascensor y mis rodillas, por fin, dejaron de estar rojas, pasando a tener un color mas normal, porque las tapas de las alcantarillas, ni siquiera se veían.

01 enero 2014

Heroína de Gelatina

Fue como un flash. Después de darle a mi hijo menor (que es el que estaba montando el blog) dos posibles nombres y ser rechazados, a punto de salir a dar un paseo, llegó a mi cabeza con una gran fuerza: Heroína de gelatina.

Ya bajando la escalera pensé: “Esto tiene que ser algo más, ya saldrá”. Y lo dejé ahí, sin más.

Hoy, a la hora de la siesta (siestas productivas las llamo yo) surgió. A veces, me levanto muy deprisa y empiezo a escribir, pero hoy me vencía el sueño y lo único que pedí es que por favor, recordara todo.

Primero decir que la curiosidad siempre me ha conseguido grandes logros, creo que es algo primordial, que mueve a las personas a la acción, a tratar de conocer, entre otras muchas cosas, la historia de la humanidad y la propia.

Y en la propia pues he descubierto que muchas veces fui un guerrero (no sé si un héroe) de los de caballo y espada, de los que conquistaban y eran conquistados, de los que herían y eran heridos, de los señores de los castillos (de cualquier raza o religión) o de los que se lanzaban a descubrir nuevas tierras cruzando océanos, superficies nevadas o heladas, montañas, o lo que hiciera falta para saber qué había del otro lado y haciendo mapas para que otros también pudieran acceder a esos lugares “nuevos”.

Luego llegaron las heroínas, algunas también guerreras como Juana de Arco, Agustina de Aragón, María Pita o muchísimas guerreras anónimas que iban siguiendo a los soldados para hacerles la comida o lavar la ropa.

Las pioneras en todos los campos: desde las primeras mujeres que cruzaron el Oeste americano, llevando a sus hijos en las carretas o a punto de parirlos y disputando un territorio que ya estaba ocupado, hasta las primeras sufragistas o las primeras licenciadas en las universidades, las primeras abogadas, médicas, químicas, educadoras...

Las mujeres que trabajan unas jornadas increíbles para tratar de alimentar a sus hijos, las esclavizadas de infinitas formas, las voluntarias en muchas instituciones, las mujeres que trabajan por enseñar a otras mujeres cómo salir de distintas situaciones.

Y ahora, en este momento, soy una Heroína porque he tenido el valor de irme a diez mil kilómetros, cruzando el Atlántico, con mi equipaje de mano y una maleta enorme que nadie ve porque solo está en mi imaginación y va llena de sueños, proyectos, ilusiones. He salido, como se dice ahora, de la zona de confort y he atravesado la zona de pánico y parece que me estoy estabilizando. Ahí entra la Gelatina: dulce, fresca, de bonitos colores y temblorosa (ésta es la parte que menos me gusta)

Despertarme por la mañana, disfrutar el amanecer, sentirme bien, pensar “Lo voy a conseguir” Y cuando pongo los pies en el suelo, siento que tiemblo, mucho, de arriba abajo, casi incontrolable. Una pizca de incertidumbre. “Pero no (la Heroína) no me dejaré vencer, pondré en pie mis sueños, serán una realidad, se materializarán”.
Ahora estoy ahí, soy una Heroína de Gelatina, pero la Vida está llena de sorpresas, de cambios y puede que pase a ser una Heroína a secas o cualquier otra cosa que sienta que, de alguna forma me define. Por ahora está bien así.