27 abril 2014

El pequeño dragón

Por las noches, cuando la niña se dormía, sin que nadie, ni ella misma se diera cuenta, su pecho se abría y, de lo más profundo, salía un pequeño dragón negro.

El dragón, unas veces por la puerta y otras por la ventana, salía a la calle. Con mucho cuidado, escondiéndose, buscaba un sitio elevado y, desde allí, volaba hacia el cielo.

En el cielo el dragón se sentía a gusto, su piel era del mismo tono que la noche y sus ojos, como brasas, podían confundirse con las estrellas, allí no tenía que esconderse, pero seguía siendo un dragón. Cuando se cansaba de dar vueltas por el cielo y ver las luces de las casas, allá abajo, volvía. Unas veces entraba por la ventana y otras por la puerta. Se metía en el pecho de la niña y allí, tranquilamente, esperaba que pasara todo el día y llegara de nuevo la noche.

Pero una noche la niña se despertó en el momento justo en que el dragón de regreso, se metía en su pecho y muy asustada le dijo: “¿Quien eres, que haces, adonde vas?” “Pues soy un dragón, fui a dar mi paseo de cada noche y ahora iba al fondo de tu pecho que es donde vivo” “Pero eso no puede ser, yo no te conozco, no te había visto nunca y, además, es imposible que una cosa tan horrible viva en el fondo de mi pecho, ¿como llegaste allí?” “Yo nací cuando tu naciste, siempre he vivido ahí”. Y, sin más, la niña vio horrorizada como el dragón metía su cabeza, sus patas delanteras, su enorme lomo, las patas traseras y hasta el último extremo de su cola. Contuvo la respiración y estuvo muy quieta a ver si notaba algo, si oía cualquier cosa, pero nada.

A la mañana siguiente, se aseó y cuando estaba desayunando se lo contó todo a su madre, pero ella, con una sonrisa, la acaricio y le dijo: “Has tenido un mal sueño, eso no es nada. Durante todo el día fíjate en las cosas bonitas que tenemos alrededor: las flores, la hierba, el sol, los pájaros...

Ella hizo caso y se fijó mucho en todas las cosas. Por la noche ni siquiera se acordaba del dragón y enseguida se quedó dormida, pero, a la misma hora, sintió un ruido y se despertó: era el dragón que regresaba de su paseo y, sin querer, había soltado de golpe, al cerrar la ventana “Siento haberte despertado -dijo- sigue durmiendo, que no haré mas ruido”. Como la noche anterior, metió primero la cabeza, luego las patas delanteras, el gran lomo, las patas traseras y hasta el extremo de la cola.

Por la mañana, se lo volvió a decir a su mamá y ésta se quedó pensativa y le dijo: “Pensaré en lo que me has contado y, cuando vuelvas a comer, a lo mejor ya tengo la solución”

La mamá de la niña habló con una amiga y esa amiga con otra y con otra: todas decían que era una cosa muy rara, que nunca habían oído nada parecido.

Al volver a casa, la mamá de la niña, se encontró con una vecina y también le contó lo que sucedía “Un caso muy raro -dijo la vecina- iremos a ver a mi abuela ahora mismo”

Caminaron hasta donde terminaba la ciudad y comenzaba el bosque. Eran los primeros días de invierno, hacía frío pero lucía el sol, las hojas de los árboles ya se habían caído, se oía el sonido de un arroyo, bordeado de muchas plantas y distintas variedades de pájaros volaban cerca, dejando oír sus voces. 

“Abuela ¿estás ahí? Vengo acompañada” “Pasad, pasad, sed bienvenidas” Era una casita minúscula, parecía de juguete, pero todo estaba muy limpio y ordenado. Por todas partes había frasquitos de cristal con hierbas en maceración y hatillos de flores y plantas puestos a secar. En un hornillo, una pequeña tartera, echaba humo. “¿Queréis una infusión de menta?, acabo de prepararla” “No, muchas gracias, pronto será la hora de la comida y tengo que volver a casa” Y la señora empezó a contarle el caso de su hijita.

“No debes preocuparte – dijo la anciana- todos llevamos dentro muchas cosas, tu hija es afortunada porque puede verlo. Mira, antes de dormir, dale un vaso de leche caliente y le echas diez gotas de éstas. Cómprale lápices de colores y papel blanco, dile que dibuje el dragón más bonito que pueda, luego por la mañana pregúntale como fue todo y dentro de nueve días vuelve a verme”

La niña llegó a comer y su madre le dijo: “Te he comprado papel y muchas pinturas de colores ¿que tal si dibujaras un dragón muy bonito?” No se, ahora no tengo ganas de dibujar, pero me llevaré todo esto a mi habitación.”

Aquella noche, después de beberse la leche caliente, la niña se quedó dormida, cuando despertó, el dragón estaba a punto de meter la cabeza en su pecho. “Espera, espera, quiero verte bien, porque me ha dicho mi mamá que dibuje un dragón y no sé muy bien como eres” “Bueno, yo tampoco sé como soy” “¿Nunca te has visto” “Pues no” “Ven, si no haces ruido, podrás verte en el espejo grande del fondo del pasillo, voy a encender la luz, para que te veas mejor” “AHHHHHHHHHHHH -gritó el dragón- ¿eso tan feo soy yo, y con esas patas y esa cola tan grande?” “No grites, vas a despertar a todo el mundo” “¿Crees que podrías dibujarme mejor?” “Dicen que dibujo muy bien, puedo intentarlo. Podemos empezar ahora mismo, ven a mi habitación y estate quieto para que salga perfecto”

Después de muchos: “O te estás quieto o no sigo, si te mueves me va a salir fatal, etc. La niña cogió los colores- no se me había ocurrido ¿eres dragón o dragona?” “No sé, yo creo que debo ser como tú, como vivo dentro” “Bueno, pues a las niñas, nos gustan los lazos, las diademas, las pulseras, los pendientes, ¿que te parece? Ya puedes verlo”
Había pintado al dragón color rosa fuerte, con los ojos verdes, un lazo grande en el cuello, otro en la cabeza, pendientes y una pulsera en su pata delantera derecha

“!Que horror!” dijo el dragón- es un color horrible !y todos esos adornos!” “Está bien, no hay problema, pintaré otro, pero mañana, ahora tengo mucho sueño”

La noche siguiente lo pintó azul añil, aunque algunas partes como la cabeza, el pecho y las patas delanteras, eran de un azul mas claro. “No me gusta- dijo el dragón- es un color insípido, aburrido, no dice nada”.

Así, cada noche, pasaron por un color distinto, pero al dragón no parecía gustarle ninguno.

La niña ya estaba muy enfadada y el noveno día pensó: “Si el dragón que pinte esta noche tampoco le gusta, le diré que se busque otro sitio donde vivir, no me importa lo que dice que nació conmigo y no conoce otro lugar, ya no le aguanto mas”

Aquella noche, la niña se esmeró, dejó la cara, la parte delantera y las patas, blancas y el resto con franjas de todos los colores, el final de la cola, verde y, las patas delanteras, las suavizó de forma que parecían manos, pero de cuatro dedos. Lo ojos los dibujó redondos, grandes y tan expresivos que parecían sonreí r. “Bien, ¿que te parece?” “Es increíble, te ha salido perfecto, así, exactamente así soy yo” “Vaya, menos mal, me alegro que te guste, ahora solo tienes que meterte en el dibujo” “vamos allá” “Muy bien, muy bien, lo has conseguido a la primera. Ven, vamos a que te veas en el espejo” Esta vez no hizo falta que encendiera la luz, pues el dragón la desprendía, aunque muy suave. “Si, si -decía el dragón, mientras se movía ante el espejo para verse por todas partes- es perfecto.”

Desde entonces, la niña y su dragón salían algunas noches los dos juntos y exploraban el vastísimo mundo de los sueños.

Su mamá volvió a la casita de la anciana para darle las gracias y ella le dijo: “Me alegro que todo haya funcionado tan bien. Normalmente los dragones desaparecen cuando las niñas tienen doce o trece años, pero creo que tu hija lo conservará toda su vida”

08 abril 2014

Cartas no enviadas (III) - Carta Medieval

A mi amada, la más bella doncella:

Sabéis, querida Arlinda, que aunque un mar entero nos separe, para los corazones no hay distancia, sobre todo si los dos laten por el mismo amor.

Está mi vida como adormecida porque aunque mi cuerpo ande en las faenas diarias y mi cabeza ocupada en dirigir esta nave, mi corazón solo a vos pertenece y ahí guardo todo lo que de verdad me importa que es cumplir con honor mi cometido y esforzarme al máximo en que lo más breve sea, para regresar a vuestro olor, vuestros labios, vuestro tierno abrazo.

Por las noches duermo poco porque es el tiempo en que más os añoro. Cesan los ruidos y la imaginación se escapa: vuelo a vuestros aposentos y mis deseos desbocados fluyen. Ardo y espero el día feliz de desposaros, de que por completo seáis mía y yo vuestro, amada, porque no veo mayor deleite que podamos compartir lecho durante todo el tiempo que nos permitan los cielos tener vida.

Veo nuestra descendencia crecer alegre, en ellos reflejados nuestros rostros, nuestros gestos… el orgullo de haberlos engendrado, la ternura que vos, sin duda, derramaréis sobre ellos hasta el punto de hacerme sentir algo de envidia, porque de todos es sabido que algunas madres relegan al esposo a favor de sus retoños.

Os amo ¡tantas veces os lo he dicho! Y aunque sé de cierto que vos también me amáis, será por decoro o timidez pero nunca me lo habéis dicho. ¿Qué tendré que hacer para tan dulce frase poder oír? Nunca me quejé, bien lo sabéis, pero aquí, solo, tan alejado, entran las dudas y me corroen por dentro llegando a pensar que mi esperanza es vana.

De rodillas os lo suplico mi dulce Arlinda, decidme que me amáis, que sois mi enamorada y que nada torcerá vuestra voluntad, que me esperareis hasta que vuelva y juntos empezaremos esa nueva vida que por mi parte tanto anhelo.

Cuando arribe a puerto os escribiré de nuevo. Rezad por mí porque aunque la tarea que me han encomendado no es en exceso peligrosa, confío en que vuestra pureza llegará mejor y por la Divinidad misma seréis atendida.

Ya se han encendido las estrellas. A mis ojos no son más que un pálido reflejo vuestro .Soñaré con vos, sois el mejor de mis sueños porque espero que un día cercano se vuelva verdadero.

Aunque bien quisiera, nada más puedo decir, mi corazón siente frío y mi alma me recuerda que he de seguir adelante con coraje y gallardía para que, además de amarme, podáis sentiros muy orgullosa de vuestro caballero.

Os ama y amará eternamente,

Álvaro De Cifuentes

04 abril 2014

Silencio

Él era silencioso como la respiración de un jardín. Tal vez tenía una gran belleza interior que se asomaba a sus ojos de un azul intenso, pero que no dejaba que nadie descubriera, le daba un enorme pudor mostrarla. En aquellos tiempos no era bueno para un hombre demostrar ternura y externamente era fuerte, duro, recio, como el trabajo que hacía, bueno, como uno de los trabajos. porque también era pastor.

Tenía unas veintitantas cabras a las que llamaba, silbaba, arengaba, y un perro tan listo que lo mandaba a casa por la petaca que había dejado sobre la cómoda y el animal cruzaba campos, vías del tren, entraba en la casa y regresaba justo con eso, a pesar de que los perros son perros no hay que andarles con zalamerías o premios por algo que es su obligación y su obligación es guardar las cabras y guardar la casa, decía él.

Probablemente fue rubio en su juventud, cuando yo era muy pequeña pues no me acuerdo, luego siempre lo recuerdo con el pelo muy corto y totalmente blanco.

Nací a mil km de donde él vivía, pero antes de cumplir mi primer año me llevaron a su casa y sé que, cuando no lo veía nadie, me cogió en sus brazos, él tan grande y yo tan pequeñita, y me dijo algo, me meció hasta que me quedé dormida y en mí se quedó esa sensación de protección, de que allí entre aquellos brazos tan fuertes y tan cerca de un corazón que rebosaba ternura, no podía pasarme nada malo, allí podía dormir tranquilamente. Y en su casa, dí mis primeros pasos.

Mucho después pensé que se quedaba dormido en las tardes de mucho calor, al amparo de un gran árbol que diera buena sombra, sobre un verde trigal que sería de ese color durante muy poco tiempo. Miraba el cielo, veía transformarse las nubes en barcos, o grandes animales, o en un rostro casi reconocible. Pero, aunque ni siquiera lo sabía, amaba el color verde, por eso su mujer y sus dos hijos tenían los ojos de ese color.

Todo era muy sencillo: un trabajo duro, comida escasa, plantar algo en la huerta alquilada, ordeñar las cabras e ir con ellas, cuando se podía, al otro lado de la vía… Y los trenes, la casilla, aún están en el mismo lugar. Cerca hay chumberas y poco más.

En el patio macetas grandes con las mismas plantas año tras año. Nunca hubo un jardín.

Su sabiduría se había ido formando de la experiencia día tras día, de la observación tranquila de la Naturaleza. Era de tierra. A pesar de tener tan cerca el mar nunca tuvo curiosidad por acercarse a él. Tal vez sí le gustase el aire, el que por la tarde refrescaba los días tórridos del verano, el que formaba remolinos de polvo que se posaba en todas partes. No llegué a saber si le hubiera gustado ir a otros lugares, conocer cosas y gentes diferentes.

Amaba profundamente a su mujer, aunque jamás se hubiera atrevido a besarla en público y supongo que debió ser muy duro que a su hijo mayor lo mandaran a la guerra con diecisiete años. Tal vez lloró su amargura a escondidas, por no poder ir en su lugar.

Luego sí lo vi llorar, cuando ya era muy mayor, cuando se despidió de mí para siempre, porque los dos sabíamos que era nuestro último abrazo. No lo vi morir, he tenido la suerte de que nunca he visto morir a nadie.

Siempre fue dándose plazos: vivir hasta ver a los hijos mayores, casados, con hijos… Para ver una nevera, un televisor, no llegó a tener teléfono en casa.

En sus últimos tiempos tenía en una habitación un quiosco donde vendía y cambiaba tebeos, novelas, revistas. Cuando cerraban, él y su mujer, hacían recuento de lo que habían sacado. Me hacía gracia que se intercambiaran las gafas, tenían la misma graduación.

No era amigo de fiestas, bailes, ruidos, por eso había en su interior como una gran pureza. Las cosas que produce la Naturaleza son buenas, puras, sin contaminar. Cada estación tiene sus ciclos de trabajo: siembra, maduración, recogida y descanso. Y así debe ser también para las personas. Cuando sale el sol hay que levantarse, cuando se pone hay que recogerse y, de vez en cuando, se saca una silla a la puerta y se pueden contemplar las estrellas durante mucho rato, hasta que la respiración es la misma y el latido es el mismo.

Luego vino aquí, el último año, y su corazón se partió varias veces. Ese corazón que nunca había querido mostrar por excesivo pudor, se rompió. Yo sujeté su mano y le dije que todo estaba bien, traté de transmitirle aquella protección que él me había dado a mí tantos años atrás.
Cuando se fue mis hijos aún no habían nacido, pero los dos tienen los ojos verdes.