04 abril 2014

Silencio

Él era silencioso como la respiración de un jardín. Tal vez tenía una gran belleza interior que se asomaba a sus ojos de un azul intenso, pero que no dejaba que nadie descubriera, le daba un enorme pudor mostrarla. En aquellos tiempos no era bueno para un hombre demostrar ternura y externamente era fuerte, duro, recio, como el trabajo que hacía, bueno, como uno de los trabajos. porque también era pastor.

Tenía unas veintitantas cabras a las que llamaba, silbaba, arengaba, y un perro tan listo que lo mandaba a casa por la petaca que había dejado sobre la cómoda y el animal cruzaba campos, vías del tren, entraba en la casa y regresaba justo con eso, a pesar de que los perros son perros no hay que andarles con zalamerías o premios por algo que es su obligación y su obligación es guardar las cabras y guardar la casa, decía él.

Probablemente fue rubio en su juventud, cuando yo era muy pequeña pues no me acuerdo, luego siempre lo recuerdo con el pelo muy corto y totalmente blanco.

Nací a mil km de donde él vivía, pero antes de cumplir mi primer año me llevaron a su casa y sé que, cuando no lo veía nadie, me cogió en sus brazos, él tan grande y yo tan pequeñita, y me dijo algo, me meció hasta que me quedé dormida y en mí se quedó esa sensación de protección, de que allí entre aquellos brazos tan fuertes y tan cerca de un corazón que rebosaba ternura, no podía pasarme nada malo, allí podía dormir tranquilamente. Y en su casa, dí mis primeros pasos.

Mucho después pensé que se quedaba dormido en las tardes de mucho calor, al amparo de un gran árbol que diera buena sombra, sobre un verde trigal que sería de ese color durante muy poco tiempo. Miraba el cielo, veía transformarse las nubes en barcos, o grandes animales, o en un rostro casi reconocible. Pero, aunque ni siquiera lo sabía, amaba el color verde, por eso su mujer y sus dos hijos tenían los ojos de ese color.

Todo era muy sencillo: un trabajo duro, comida escasa, plantar algo en la huerta alquilada, ordeñar las cabras e ir con ellas, cuando se podía, al otro lado de la vía… Y los trenes, la casilla, aún están en el mismo lugar. Cerca hay chumberas y poco más.

En el patio macetas grandes con las mismas plantas año tras año. Nunca hubo un jardín.

Su sabiduría se había ido formando de la experiencia día tras día, de la observación tranquila de la Naturaleza. Era de tierra. A pesar de tener tan cerca el mar nunca tuvo curiosidad por acercarse a él. Tal vez sí le gustase el aire, el que por la tarde refrescaba los días tórridos del verano, el que formaba remolinos de polvo que se posaba en todas partes. No llegué a saber si le hubiera gustado ir a otros lugares, conocer cosas y gentes diferentes.

Amaba profundamente a su mujer, aunque jamás se hubiera atrevido a besarla en público y supongo que debió ser muy duro que a su hijo mayor lo mandaran a la guerra con diecisiete años. Tal vez lloró su amargura a escondidas, por no poder ir en su lugar.

Luego sí lo vi llorar, cuando ya era muy mayor, cuando se despidió de mí para siempre, porque los dos sabíamos que era nuestro último abrazo. No lo vi morir, he tenido la suerte de que nunca he visto morir a nadie.

Siempre fue dándose plazos: vivir hasta ver a los hijos mayores, casados, con hijos… Para ver una nevera, un televisor, no llegó a tener teléfono en casa.

En sus últimos tiempos tenía en una habitación un quiosco donde vendía y cambiaba tebeos, novelas, revistas. Cuando cerraban, él y su mujer, hacían recuento de lo que habían sacado. Me hacía gracia que se intercambiaran las gafas, tenían la misma graduación.

No era amigo de fiestas, bailes, ruidos, por eso había en su interior como una gran pureza. Las cosas que produce la Naturaleza son buenas, puras, sin contaminar. Cada estación tiene sus ciclos de trabajo: siembra, maduración, recogida y descanso. Y así debe ser también para las personas. Cuando sale el sol hay que levantarse, cuando se pone hay que recogerse y, de vez en cuando, se saca una silla a la puerta y se pueden contemplar las estrellas durante mucho rato, hasta que la respiración es la misma y el latido es el mismo.

Luego vino aquí, el último año, y su corazón se partió varias veces. Ese corazón que nunca había querido mostrar por excesivo pudor, se rompió. Yo sujeté su mano y le dije que todo estaba bien, traté de transmitirle aquella protección que él me había dado a mí tantos años atrás.
Cuando se fue mis hijos aún no habían nacido, pero los dos tienen los ojos verdes.       

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