25 diciembre 2016

Arlinda

Decían las “buenas” gentes de la aldea que la Bruja era tan fea que no había podido conseguir que ningún hombre normal la mirara con agrado. Desde que nació, hacía ya quince años, daba espanto y si la veían corrían hacia otro lado con tal de no encontrársela de frente. Nunca habían hablado con ella y ni siquiera sabían si su madre le había puesto nombre. La mujer había muerto muy pronto y la pequeña fue criada por su abuela que era la única que la veía tal como era en verdad.

Mientras fue niña corría sola por los bosques y a veces la oían cantar con una voz ronca, áspera, que más parecía de chico.

Ya que no hablaba con nadie más que con su abuela, esta le aconsejó que hiciera amistad con todos los animalitos que allí había en abundancia, y con los árboles, plantas, flores y con los pájaros. Todos le enseñarían mucho y de esa manera no se sentiría tan sola.

Así fue creciendo y se sentía realmente feliz.

A su abuela le daba las gracias todos los días pues, gracias a su consejo, podía comunicarse con todo lo que poblaba aquel hermoso bosque.

Un día, probablemente perdido, llegó un hombre ciego y, a grandes voces, pidió auxilio:

-Por el amor de Dios, buenas gentes, ayudadme a salir de aquí, voy hacia el pueblo de Peñas Blancas, pero aquí solo hay grandes árboles y yo no sé entender lo que me dicen
-Yo os acompañaré hasta el camino que lleva a la villa
-Muchas gracias. ¿Sabéis? Todos tenemos dones secretos que los demás no conocen. Nos rechazan por lo que no entienden, pero si pudieran vernos como somos realmente se quedarían muy asombrados y nos envidiarían sin duda.

Mi don es ver a las personas tal cual son y también puedo conceder algún deseo.

¿Cómo os llamáis?
-Me llamo Arlinda y si pronunciáis mi nombre seréis la segunda persona en hacerlo, ya que solo mi abuela me llamó por él.

Lo tomó de la mano y así fueron caminando un buen rato entre animales y árboles que susurraban y sonreían a su paso.

El hombre sentía que algo mágico estaba sucediendo pero no se atrevía a decirlo

-Siento el calor del sol en mi rostro y eso hace que el frío sea más llevadero y es como si todo sonriera a nuestro alrededor
-Así es, caballero. Ese es mi don, desde muy joven puedo comunicarme con toda clase de animales, árboles y plantas e incluso con las aguas del río y los peces que viven en él. Os lo cuento porque sé que me comprendéis.
-¡Que belleza más extraordinaria tenéis, Arlinda! ¿Podré visitaros a menudo?
-Si, por supuesto, pero no digáis que me habéis encontrado y mucho menos que hemos hablado porque no os creerán
-Así lo haré
-Ahora ya solo tenéis que seguir el camino recto y muy cerca ya están las primeras casas del pueblo. ¿Cual es vuestro nombre?
-Heriberto me llaman. En pocos días volveré.
-Así lo espero

Y aquellos días fue como si todo el bosque se preparase para un gran acontecimiento. La Alegría subió tantos grados que todo el que entraba allí sentía como su corazón daba un salto y ya la sonrisa no podía abandonarlo en  semanas.

Cayó la primera nevada del año y eso sirvió para embellecer aún más todo el lugar.

Arlinda, nerviosa, caminaba todos los días hasta la entrada del pueblo con la intención de ver al caballero y prestarle su ayuda por si de nuevo quería pasear por el bosque.
Pasaba de la dicha más absoluta al abatimiento.
Hacía pocos meses que su abuela se había ido y ni siquiera tenía el consuelo de sus sabias palabras.
Los animalitos la llenaban de ternura, de alegría, jugaban para entretenerla y trataban de borrarle esa sensación de que se había parado el tiempo.

Y un día en que ya se había resignado, miró por la ventana y allí estaba, plantado ante su ventana y llamándola.

-Mi señor don Heriberto ¿cómo estáis?
-Muy bien Arlinda. Siento vuestro corazón lleno de alegría ¿es por mí?

La joven pensó que, menos mal que el caballero no podía ver, porque se había puesto roja. Nunca nadie se había preocupado de si sentía esto o lo otro y mucho menos lo había sentido como propio
Desviando la conversación, la joven dijo:

-Os apetece dar un paseo? La nieve le da a todo un aire de pureza

Luego, dándose cuenta, muy azarada, dijo:

-Perdonadme, caballero, bien sé que no podéis ver...
-No te preocupes, el que me lo describas, ayuda a que en mi interior, lo vea aún más hermoso...

Y, desde aquel día, Heriberto, fue y vino del bosque al pueblo tantas veces que, aunque pasaran cien años no se perdería en el recorrido.

Aquel día tenía algo especial y cuando el caballero llegó a casa de Arlinda, todo olía muy bien.

-Sentaos aquí, hoy es mi cumpleaños y he hecho un pastel para celebrarlo. Será un honor que me acompañéis, espero que os guste.
-Seguro que estará delicioso. No lo sabía y no he traído ningún regalo, pero dejadme coger vuestras manos y algo os diré

Y Heriberto, muy serio y con las manos de Arlinda en las suyas, empezó a decir:

-Hoy es 21 de diciembre, primer día de invierno y el mismo día del año próximo, daréis a luz un niño, hermoso y sano. Será saludado por grandes sabios y los reyes doblarán las rodillas ante él. Vendrá a traer la luz del Amor y los lugares por los que pase se iluminarán. Habrá Paz y buena Armonía entre todos y la Abundancia se extenderá. Con un simple gesto borrará la enfermedad y su sonrisa dará consuelo a todo el que esté triste. Será conocido en toda la Tierra y su Luz brillará aún mucho después de su muerte.

Y tú, por siempre, serás bendecida como su madre

-¿Qué sucede? -dijo el caballero al sentir que algo húmedo mojaba sus manos-
-No preocuparos, son mis lágrimas de emoción que no he podido contener. Es el mejor regalo que he recibido nunca.

A los pocos meses el caballero se fue y Arlinda se sintió más sola que nunca pero llegó la Primavera y los animalitos tuvieron sus crías y el paisaje se pobló de nuevos brotes y flores de todos los colores y el río cantó alegre porque sus aguas eran más abundantes.

Y, enseguida, su niño empezó a moverse en su vientre y ella habló con él y le dijo que sería muy sano y hermoso y que traería Luz a todos los hombres.

Cuando estaba ya a punto de llegar el invierno, ella ya estaba muy pesada y pensó que alguien debería ayudarla, sintió miedo y lloró.
Hacía meses que se metía en una cueva, se sentía bien allí, hablaba con su madre que apenas conoció y con su abuela que la había criado y ayudado con sabios consejos...

Y el día 20 de diciembre, como por arte de magia, Heriberto apareció.

-Vengo a ayudarte en el nacimiento de tu hijo
-Pero eres ciego, no podrás
-Confía en mí, todo saldrá bien. No te he dicho que tu hijo también hará grandes milagros.

Ella prefirió parirlo en la cueva. Llevaron velas y varias mantas y almohadas, ropita para cubrirlo...

-No te preocupes -dijo el caballero- no tendrás dolor, él viene para sanar no para herir

Así fue. Heriberto lo recogió, lo limpió y lo cubrió y Arlinda lo puso a su pecho. Toda la cueva se había llenado de luz y lo primero que se oyó fue la voz del caballero:

-Puedo ver, puedo ver y tenía razón porque eres la mujer más hermosa que pueda haber en la Tierra.

Arlinda no contestó porque estaba viendo que aquella luz que el niño desprendía estaba formando una espiral que se iba agrandando cada vez mas y en ella estaba viendo las escenas de lo que, desde ahora, sería su vida, la de su hijo y la del caballero que los acompañaría protegiéndolos hasta tierras muy lejanas dónde nadie los conocía pero en la que serían muy felices hasta que el niño llegara a su edad adulta.

Luego todos los animalitos con sus crías entraron en la cueva y después llegó una estrella y le dijo a Arlinda que pronto vendrían unos reyes desde muy lejos y luego comenzó a nevar y cada copo fue como una bendición.