31 mayo 2016

DOMINGO DE RAMOS

Aquella mañana de marzo, el pequeño burro se debatía nervioso: algo iba a pasar. Acababan de cepillarlo muy bien, le habían dado algo más de comida a la que habían añadido una sabrosa manzana... Sus amos, un matrimonio ya mayor, se habían engalanado con sus mejores ropas y se sentían muy contentos porque enseguida llegaría a la casa alguien muy importante.

Parece que confiaban en él, pensó el burro, porque no lo habían atado a la palmera cerca del pozo como hacían siempre, así que pensó en asomarse al camino por si veía algo diferente a otros días. Todo parecía como cualquier otra madrugada.

Oyó la voz de su ama que le decía a su esposo:
-Vamos, Simón, date prisa, es mejor que salgamos a recibirlo y llevemos al burro porque cuando llegue, ya llevará muchas horas caminando y seguro que agradecerá el transporte aunque sea tan humilde.
-Mujer, es mejor que venga hasta aquí y así  podremos pedirle que bendiga nuestra casa.

De pronto, el burro empezó a patear y brincar y si no lo hubieran agarrado fuerte ya estaría cerca de toda la muchedumbre que ya se veía por el camino y levantaba una gran polvareda.

El animal, según se iba acercando, iba sintiéndose cada vez más asustado y llegó un momento que se paró en seco y por más que tiraron de la cuerda y lo animaron a seguir, no hubo forma de moverlo.

Y en esto la gente llegó rodeando a un hombre; todos llevaban palmas y trataban de aproximarse tanto a él que apenas le dejaban espacio.

Cuando llegó dónde estaba el burro, el hombre le sonrió dulcemente y mirándole a los ojos, le dijo:
-Amiguito eres afortunado porque estás viendo y sintiendo lo que todos estos no pueden.
Puso su mano sobre la cabeza y lo bendijo
El animal se inclinó y sus amos, que seguían sujetándolo fuertemente, dijeron  que vieron caer sus lágrimas  a tierra y una hermosa planta surgió en el momento.

Por supuesto, nadie supo lo que había visto o sentido el burro, pero nunca vieron un animal más orgulloso de llevar a alguien sobre su lomo.

Desde que se había asomado al camino había visto una gran luz blanca y brillante que, poco a poco, se aproximaba. Su pequeño corazón se puso a latir con fuerza y cuanto más se aproximaba más alegre se sentía.

Aquella sensación le duró muchos días hasta que el cielo se volvió muy oscuro y sus amos, llorando, dijeron que les había llegado la noticia de que el hombre había muerto. Y, en ese momento, el burrito, lloró y lloró, y durante siete días no quiso comer, ni siquiera las sabrosas manzanas que le ofrecieron. Estuvo tan triste que creyeron que él también se iría.

Después, una madrugada, volvió a ver aquella luz tan brillante y dentro vio al hombre que le sonrió y le dijo:
-Ya no llores más, ves que estoy vivo y así será para siempre.

Y, de nuevo, acarició la cabeza del burro y lo bendijo

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