01 abril 2015

El reloj

Estábamos a punto de entrar de la mano en ese otro espacio-tiempo. Tú no estabas muy convencido pero yo sonreí y te dije:

-¿No irás ahora a tener miedo, verdad?

Y prevaleció aquella vieja creencia de que los hombres son muy valientes, no lloran y, por supuesto, nunca tienen miedo.

Nos fuimos a otro país, a otra época hacia atrás, pero seguíamos estando juntos: tú como un gran empresario, bien vestido y calzado y con una apariencia física muy similar a la de ahora, pelo negro, ojos oscuros, más o menos la misma estatura, bigote (eso sí me extrañó)... Y yo, tu secretaria. Aún se llevaban las faldas por los tobillos, las blusas muy entalladas. Mi piel blanca y unos expresivos ojos azules, pelo color ámbar. Pasaba horas escribiendo en aquellas máquinas antiguas de pulsación muy pesada, ruidosas y la mía algo destartalada.

Cada día me llamabas a tu despacho y a mí, antes de llamar suavemente en la puerta, se me disparaba el corazón e incluso hacía el gesto de llevar mis manos al pecho, como queriendo tapar el rápido latido, temiendo que se notara.

Me sentaba en una silla con la espalda muy derecha y tomaba notas para luego escribir cartas, llamar a tal o cual persona, buscar recibos, hacer anotaciones en distintos libros de contabilidad.

Cuando terminábamos, me mirabas a los ojos y ellos también sonreían. Yo quería evitarlo pero siempre me ponía roja, bajaba la mirada y eso hacía que tu amable sonrisa se convirtiera en una aún más amplia.

-Señorita Valcárcel eso es todo por ahora, puede retirarse.

-Si señor -balbucía yo- a sus órdenes.

Y así pasó el tiempo: un año y otro y otro.

Un día me desperté y pensé que no podía continuar así, era evidente que él no sentía nada por mí o, después de tanto tiempo, ya se hubiera decidido a decirme algo, cualquier palabra, cualquier gesto... pero no: él era D. Antonio Ribera Muñoz, propietario y director de Hierros Ribera, una empresa grande que aportaba buenos dividendos, con sucursales en varios estados mexicanos y yo su secretaria, que había cometido el error de enamorarme y ya era incapaz de verlo todos los días sin ninguna esperanza de que el tipo de relación cambiara.

Antes de conocerlo también había trabajado en la pequeña empresa de hilados que tenían mis padres, ya heredada de los abuelos paternos. Había querido independizarme y lo conseguí aunque con gran disgusto de mi padre que estaba seguro de que yo dirigiría todo aquello cuando él se jubilara. Había pasado allí diez años aprendiendo a fondo cómo funcionaba cada sección, el trato con proveedores y clientes y viendo también los defectos que no conseguía que entendiera mi padre para que todo fuera mejor y diera mayores beneficios.

Pero ahora había decidido establecerme por mi cuenta muy lejos de allí, en una tierra que decían era bella, con buen clima y que parecía lo mejor para mí. El problema, como suele suceder, era cómo conseguir que alguien me apoyara económicamente para empezar el negocio.

Visité la ciudad y encontré unas naves muy grandes que serían perfectas para mis propósitos. Me sentía llena de ilusión, de esperanza, tenía la seguridad de que lo lograría y podría devolver en muy poco tiempo el capital que me dejaran.

Pregunté en varios bancos, pero yo era una mujer soltera, no tenía ningún bien que hipotecar, ni nadie que me avalara (A mis padres ni siquiera les había comentado el tema, quería conseguirlo por mí misma). Por ese lado era imposible.

Y aquel día, primero de febrero de 1894, llamé como tantas veces a la puerta del despacho de D. Antonio, y muy resuelta le conté mi proyecto y también mis fallidas conversaciones con los bancos.

Cuando terminé se produjo un silencio muy intenso y contuve la respiración esperando una respuesta.

-Está bien -dijo- ¿de cuanto dinero estamos hablando?

-Pues tengo que ir allá de nuevo, saber si me rebajarían el precio de las naves, el costo de los telares, hacer una división para la oficina y amueblarla, hablar con proveedores. Pienso que para que de verdad funcione, necesitaría unos veinte operarios y luego, si prospera, que estoy segura de que sí, se podría exportar o montar anexa una fábrica de confección o ampliarla y experimentar con otro tipo de tejidos más modernos, o....

-No se esfuerce, estoy casi convencido y, por lo que veo, no tiene muy claro cuanto dinero necesita, ni que tiempo tardaría en devolvérmelo

-Eso es bien cierto -dije muy desalentada

-Le propongo algo: puedo acompañarla en su viaje y, tal vez mi ayuda le sirva ya que, aunque son negocios bien diferentes, puede servirle mi experiencia.

De pronto sentí que podía conseguirlo y casi grité:

-¡Sería magnífico contar con su ayuda y consejos! ¿Cuando cree que podríamos salir?

-Es un viaje largo y será algo pesado, pero mi chófer puede llevarnos y así será más cómodo porque podemos ir parando. Déjeme ver - hojeó su agenda que siempre estaba sobre la mesa- Si usted está de acuerdo, podría ser la madrugada del próximo miércoles. Llévese alguna ropa de abrigo porque allí suele ser algo más frío y tenga en cuenta que haremos noche en cualquier hotel que nos convenga

-Si, si, no sabe cuanto le agradezco, seguro que el lugar que elegí le gustará y verá las grandes posibilidades que tiene.

Y aquel viaje se convirtió en algo inolvidable en todos los aspectos. Hablamos muchísimo de todo y por primera vez no me sentí como el jefe y su secretaria, sino como dos personas con una gran afinidad que se entienden tan solo con mirarse.

Antonio (porque a partir de ahí empezamos a tutearnos) me prestó una gran suma de dinero porque pensó que sí era una buena oportunidad, un buen negocio, con el que podría darse una gran expansión y, lo más importante, confiaba plenamente en mí para dirigirlo.

Yo pensé que había sido muy generoso y las condiciones para devolver el dinero eran muy fáciles, como mucho cinco años serían más que suficiente para saldar toda la deuda.

Seguía amándolo profundamente pero sabía que jamás me atrevería a decírselo.

Una vez que me instalé a las afueras de Puebla me sentí feliz y, a pesar de que trabajaba muchas horas, sentía que eso era lo que quería, lo que siempre había deseado.

Cada semana hablábamos por teléfono y a veces nos escribíamos largas cartas compartiendo, sobre todo, la marcha del negocio que iba muy bien.

Hasta que un día, levanté la vista y allí estaba, al otro lado de mi mesa de despacho. Sonrió y me dijo:

-Ya no podía pasar más tiempo sin verte, ya no son suficientes las cartas o las llamadas.

Luego sacó una cajita del bolsillo y me dijo:

-¿Quieres casarte conmigo?

No podía contestar: había sido tan inesperado, tan emocionante, tan.... solo sentí como las lágrimas más dulces de mi vida resbalaban por mi cara. Fue nuestro primer beso

Me colocó la sortija que traía en la cajita y cuando por fin me fui recuperando, yo también saqué de un cajón del escritorio un sobre con una nota:

“Con todo mi amor, para que midas el tiempo que necesitas para encontrarme”

Yo sabía que le gustaban así: era un reloj redondo, con tapa, de plata y con una larga cadena, de aquellos que los señores llevaban en un pequeño bolsillo en la parte baja del chaleco.

-¿Cómo sabías que me gustan así y que quería que me regalaran uno? Tenía que ser regalado – dijo muy asombrado

-Fíjate en la fecha que hice grabar dentro

-16 de mayo de 1894. Pero ese fue el día que vine para acompañarte en la inauguración de la fábrica. ¿Ya me amabas?

-Sí, desde siempre y tenía la esperanza de que te dieras cuenta de que tú también me amas

Después salimos de la regresión igual que habíamos entrado, de la mano. Nos abrazamos, nuestras lágrimas se mezclaron y, cuando pudimos hablar, agradecimos al Universo el habernos encontrado otra vez.

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